Comenzamos a pensar en la posibilidad de hacer la Transpirenaica –ruta de faro a faro, desde el Cap de Creus (Catalunya) hasta el Cabo de Higuer (Euskadi)– este verano en un momento en qué la situación que nos rodea desde marzo parecía estar calmándose un poco. Y aunque sabíamos que sería difícil en algunos momentos y teníamos nuestras reservas al respecto, salimos de casa a finales de la primera semana de agosto, directos hacia una nueva aventura… esta vez, sobre dos ruedas.

Un primer viaje en moto de dieciseis días y 2.600km, atravesando los Pirineos por carreteras, pistas y caminos y descubriendo y gestionando, tan bien como supimos en cada momento, todos y cada uno de los imprevistos que nos esperaban; retos que ni siquiera éramos capaces de imaginar el día que salimos y aprendizajes que, aún ahora, meses después, siguen resonando con fuerza.

Transpirenaica ’20

En el camino de vuelta, aprovechando que ya no teníamos ningún recorrido marcado para seguir y podíamos, ahora sí, improvisar por gusto y no por necesidad… hicimos algunas paradas más. Entre ellas, volviendo a las carreteras del Pirineo Aragonés que tanto habíamos disfrutado, pudimos visitar a una familia a la que teníamos muchas ganas de conocer más allá de las pantallas. Unos días antes, siguiendo un impulso compartido, les escribimos para saber si les apetecía que nos viéramos, para conocernos y explicarles nuestro proyecto, ése al que llevábamos meses dando forma y del que nos gustaría que formasen parte.

Aquel atrevimiento dio lugar a un encuentro en el patio de aquella casa que, con amor, esfuerzo y paciencia, cada vez se están haciendo más suya. A una conversación que fluía como si nada alrededor de la mesa, entre cafés y fotografías de lo que algún día fueron aquellas ‘cuatro piedras’ que desde hace algunos años trabajan para volver a poner en pie. A la oportunidad de conocer más sobre su historia y todo aquello que les ha llevado a donde ahora están, de pasear por cada rincón de aquel espacio que desde hace años re-construyen, piedra a piedra, con sus manos, de recordar que los sueños se cumplen cuando uno se atreve a perseguirlos y que los límites, a menudo, se los pone uno mismo. Llegamos después de comer y nos fuimos pasadas las ocho de la tarde, con la agradable sensación de que aquel encuentro, aquella conversación, aquellas horas juntos… habían sido aprendizaje, crecimiento, inspiración y conexión, con ellos y con nosotros mismos.

Más de dos semanas aprendiendo a cambiar de planes una y otra vez, a renunciar a lo que imaginábamos que sería y adaptarnos a lo que iba surgiendo, a ser flexibles e improvisar, improvisar mucho más de lo que podíamos esperar. Acostumbrándonos a convivir con la incertidumbre de no saber si el tiempo nos dejaría avanzar tanto como queríamos para llegar al siguiente destino, a sentirnos «perdidos» cada vez que nos encontrábamos sin cobertura o batería en el móvil para revisar el itinerario o poder buscar un lugar donde pasar la noche, a la sensación de no saber donde pasaríamos la noche porque, esos días, casi todo estaba al completo.

El cansancio acumulado por no acabar de descansar bien; entre noches de despertares constantes por el frío y la humedad y otras de dormir con un ojo abierto por si comenzaba a llover y teníamos que recolocarlo todo para evitar que se mojara. La lluvia que parecía perseguirnos y nos atrapó en medio de la carretera en más de una ocasión; haciendo que más de un día y de dos nos encontrásemos con las chaquetas, pantalones y guantes y todo aquello que llevábamos fuera de las maletas, completamente empapado… y el estrés de ir tarde al día siguiente porque no teníamos más opción que esperar a que secara para poder continuar.

Darnos cuenta de cómo nuestras prioridades iban cambiando a medida que avanzábamos e íbamos siendo, también, cada vez más capaces de encontrar la luz, la parte bonita, en absolutamente todo lo que ocurría. Ver que los momentos difíciles, de frustraciones o malentendidos, cada vez más, acababan en risas cómplices y cada vez más despreocupadas. La forma en qué nos adaptábamos al ritmo y necesidades del otro –por complicado que pudiera resultar en algunos momentos–, las rutinas que íbamos creando sin ser conscientes y aquella sensación, sumergidos en un ritmo que no era el habitual, de que todo encajaba y fluía a la perfección. Ser y estar, presentes, juntos, sin necesitar mucho más. Qué sensación de libertad...

Transpirenaica ’20

Laura López

11/14/2020